3.07.2015

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Los alumnos recogían cuadernos, alistaban maletas y esperaban un “eso es todo” para recorrer los pasillos de la facultad a toda prisa, como si de esos segundos perdidos dependiera la diversión de un fin de semana largo que se asomaba. Yo, más bien, me quedaba siempre perplejo frente al pizarrón, intentando entender las últimas anotaciones que el profesor iba dejando cada clase como sí se tratase de algún secreto a voces que nadie estaba dispuesto a escuchar. La tarde se hacía cada vez más otoñal y el grisáceo color de las veredas se iba cubriendo de una manta naranja de hojas de arce que se distendía discontinuamente por las calles de la ciudad. El lienzo transparente ya dejaba de ser un mero trabajo abstracto y empezaba a redibujarse. Amigos de turno que comentaban la salida del fin de semana y entendían que la diversión era motivo central del vivir a tan corta edad. Yo no lo veía de esa manera. Yo más bien había dejado todo listo ya durante la semana (obligaciones entrantes, tareas anticipadas y examenes por venir) para que al llegar a casa no me esperase nada ni nadie. Evitaba hasta al perro -si, un beagle de esos que no se calman ni queriendo-. Eran los viernes por las noches los predilectos para acudir al pequeño cine que se atinaba en la esquina central del barrio. Era el único atractivo del pueblucho y por más que yo insistia en que era saludable para la juventud que ese lugar sea el único lugar de ocio, ellos optaban por acudir a pueblos cercanos en busca de fiesta y diversión. Así, termine por ver cada pelicula de las 3 que ponían semanalmente. Solían ser peliculas que ya habían sido retiradas de las grandes salas hace 1 mes y que eran facilmente ubicables por internet

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